Un viajero errante.

Tocando de puerta en puerta pidiendo consejos y algo de ayuda voy recorriendo mi país. Una maleta en la espalda y una mochila tejida son quienes durante mi recorrido, juegan ese papel de guardianas invencibles, de valientes incansables, de furiosas quimeras que defienden con su vida mis tesoros. En la maleta que llevo en la espalda, guardo unos cuantos harapos ya raídos que el tiempo ha marcado con sus garras tóxicas, un sombrero para las tardes soleadas y los días sin ideas. Llevo también una sombrilla algo torcida, tiene un color rojo ya gastado que la hace más lastimosa, pero le da su belleza. En la mochila tejida, llevo mi espada, mi escudo y mi revólver de luz. Siempre imbatible me encuentro junto con este trío de poderosas armas, mi lápiz, un bloc y mi cámara, mi preciosa cámara. Pero lo más importante, pues en mi cara y sin perderle ni un momento de vista, va mi guía, mi claridad, mis lentes oscuros que me acompañan casi las veinticuatro horas, posando en mí, así como una mariposa se posa en una heliconia, cómoda, sintiéndose segura y resguardada, inmóvil y tranquila.

Recorro las calles de este utópico país hasta que de mis pies, brota sangre color púrpura que pinta los andenes y a la vista de los peatones, los hace una obra de arte. Durmiendo a la intemperie o bajo el techo corto de una casona vieja, siempre mantengo solo. Mi única meta es recopilar imágenes, momentos, personas, palabras, conocimiento y sabiduría. Siento que poco a poco lo consigo, pues mientras más vago por este mundo que día a día se debate entre polución, corrupción y guerras absurdas, más aprendo de la vida y sus andanzas. Siempre golpeando casas para pedir algo nuevo que contar, pero jamás para pedir refugio, pues siempre me ha aterrado pasar horas viendo un mismo paisaje, un mismo cuadro de mal gusto en la sala o el estudio de una casa de familia cuyas bases sean las apariencias. Preferiría deslizarme por callejones traicioneros, presenciando cualquier crimen pasional o cualquier sexo desde la ventana de alguna casa de un par de desprevenidos. 

Es que sencillamente, nunca me gustó sentirme acogido o amado, siempre disfruté el frío abrazo de los postes que iluminan mi miseria tan envidiable y mi riqueza mental. Simplemente siempre preferí, ser un viajero errante. 



Mario Andrés Toro Quintero. 

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