Inmersos en las calles
caudalosas y congestionadas de la capital, acompañados de un frío sepulcral y
al mismo tiempo tan ardiente se encontraban ellos. Saltando siempre y llenos de
preocupación con su corazón a punto de infartarse. Enigmáticos e imponentes y
al instante patéticos y miserables eran atacados, devorados y acabados por las
vidas infames que en medio de la angustia de las calles siempre en movimiento
les arrebataban la luz del alma. Malditos sean, malditos todos los que lograron
sobrevivir y ser amados en medio de esta perdición. En medio de la ciudad de
los antílopes.
Hay días que las mañanas
son tan grises como las ratas que comparten su comida con los cornudos
danzantes, pero otras son tan verdes como el pasto que solían comer antes de
ser ciudad. “Maldita ciudad” susurrarían muchos que hoy extrañan ese valle
eterno, tan lleno de vida, de esperanza con sus pastos verdes e hilarantes y
sus árboles sabor a infinidad. Es que el valle era simplemente una razón para
levantarse cada mañana y sonreír, sin ajetreo ni congestión. Sin miedo a esa
muerte fría y despiadada que había dejado a un lado la decencia y había traído
consigo la ironía, la burla y la desgracia durante los últimos tiempos. Sí, sí,
todos lo recuerdan bien; desde el primer edificio que se levantó todo había
sido diferente y con diferente nadie habla de algo bueno. Aquellas esencias
matutinas a rocío y la sensación del aire puro deslizándose en medio de cada
pelo, de cada centímetro de cuerpo ya no estaban pues todo era extraño ahora.
La sensación de vacío y de soledad eran la mayor razón para pensar en el
suicidio o el exilio voluntario de tan triste realidad que habían conocido
gracias al afán de dejar atrás los verdes pastos que acariciaban sus mejillas,
y de tumbar hasta el último árbol para plantar edificio sin vida, sin color,
sin nada más que la sensación del vacío día a día intoxicado.
Hasta que el último
antílope cayó al suelo sediento, con más nostalgias y tristezas que aire en los
pulmones y más lágrimas que pelo en su lomo ya delgado y cadavérico, nadie se
dio cuenta que el verde era sinónimo de vida y el pintar valles y montañas de
un gris superficial y devastador era sencillamente reemplazar la sangre por el
plomo, un plomo cancerígeno y letal para absolutamente todos. Fue desde ahí que
aquella ciudad hecha ahora ruinas se convirtió en el monumento a la conciencia,
teniendo a su alrededor un mensaje claro y directo:
“He aquí la ciudad de los
antílopes, donde la vida no crece, no fluye, porque el afán de vivir acabó con
la vida de muchos.”
Mario Andrés Toro Quintero.